Violencia contra la mujer

Foto por Anna Catherine McGraw

¿Cómo ayudar a las víctimas a recuperar la esperanza?

Por Carmen Rendón 

Trabajaba en una escuela a nivel bachillerato y la jefa del área me preguntó acerca de mi «trabajo como voluntaria» en la organización en la que colaboro (yo le llamo ministerio).

Le hablé de los objetivos y esfuerzos a favor no solo de las mujeres que han vivido situaciones de violencia sino del trabajo de sensibilización para prevenir y erradicar la violencia en el entorno más inmediato. Ella me dijo: «¿no le parece que este asunto de la violencia contra la mujer es exagerado?» Opté por sonreír sin contestar.

Y es que el tema de la violencia contra las mujeres no es fácil de abordar. Cuando hablamos de ello acuden a la mente las historias de sufrimiento de diferentes mujeres.

Emergen de los recuerdos los rostros con la rabia y la impotencia reflejadas en los ojos, expresiones faciales de dolor, de enojo, de rencor y de angustia, voces entrecortadas por palabras ahogadas en lágrimas, por los sollozos, sentimientos de vergüenza y culpa, cuerpos marcados por el puño lacerante, por el arma homicida, vidas truncadas, impunidad y olor a muerte, adultas, niñas y jovencitas con la mentes y el alma lastimadas.

¿Qué efectos produce la violencia?

1.Miedo

El miedo es una emoción otorgada por Dios para nuestra protección. Sin él estaríamos a expensas de animales salvajes o ponzoñosos y nos atreveríamos a enfrentar asaltantes armados, exponernos a contagios y a un sinfín de peligros. Está bien cuando nos alerta y nos hace ponernos a salvo y cuidar de los nuestros, pero el que es provocado por la violencia nos paraliza, restringe y oprime.

El temor de las mujeres violentadas crece en la misma medida y proporción en que la violencia aumenta y se diversifica. Es miedo a la presencia, las palabras, las miradas, los silencios y los movimientos de los victimarios. 

Es miedo a lo conocido: los enojos, los golpes, los insultos, las humillaciones, los regalos, las caricias, las promesas.

Pero también a lo desconocido: al abandono, al futuro con él, al futuro sin él, a quedarse solas, a perder a los hijos, a no ser escuchadas, a ser culpadas, a que no se les crea, a morir y a seguir viviendo así.

El malvado usa el terror como una medida de manipulación y control: entre más miedo se le tenga, más oprimidas y sumisas estarán. Y entre más temor tienen más vida se les resta a su vida.

Al temor se le opone el amor incondicional (1ª de Juan 4:18) que Dios ha mostrado a sus hijas. Por eso con el miedo a flor de piel, las mujeres en situación de violencia pueden encontrar en el amoroso Padre consuelo, refugio, fortaleza.

Y sostenidas de su brazo fuerte pueden dejar de temblar de miedo y no estar paralizadas porque al «saberse y creerse amada(s) profundamente por ese amor incondicional que no solamente afinca en la vida sino que libera todo el potencial interior. . . (pueden) ir más allá de las circunstancias cotidianas».  

2. Silencio 

Muchas personas se preguntan por qué cuando las mujeres son violentadas no piden ayuda sino que se mantienen en silencio. ¿Por qué callar?

El silencio puede ser elegido o impuesto. Permanecer en silencio es entendido por ellas como una posibilidad para mitigar el miedo y la inseguridad. Se convierte en una forma de vida. Se calla por miedo, por vergüenza, porque no las entienden, porque eso les enseñaron, porque hablar no cambia las cosas.

Callar para mantener la paz, para evitar más violencia, para no ser humilladas, para no preocupar a los hijos, a la familia; callar para mantener la vida (la propia y la de los cercanos); para mantener la buena imagen, para no ser señaladas y excluidas, para no ser culpabilizadas, para evitar la muerte aunque este silencio lleva a la muerte. Muerte de ilusiones, muerte de la esperanza, muerte en vida.

Hay silencios que hablan, que dicen algo sin que se emitan palabras porque estas sobran cuando todo el ser grita el sufrimiento incontenible que se desborda por cada poro de la piel.

El cuerpo habla cuando las lágrimas asoman a cada rato, cuando se encorva la espalda y se arrastran los pies, cuando la sonrisa se desdibuja de la cara y las manos se frotan en señal de ansiedad y miedo, cuando los moretones cambian el color de la piel, cuando las cicatrices se hacen evidentes en el cuerpo y en el alma porque se pierde la alegría, las ilusiones, el disfrute de la comida y la bebida y el amor que son don de Dios (Eclesiastés 2:24).

Pero también hay silencios que llevan a la paz y a la armonía, que vivifican, como el que se guarda ante la gloriosa y majestuosa presencia del Señor. Este lleva al encuentro sanador y restaurador, edifica y reconstruye el alma, el corazón, la mente y la vida.

Es un silencio donde las lágrimas se pueden verter sin miedo ni pena y con la seguridad de que son enjugadas por la tierna mano del Señor y Rey del universo. Es un silencio que anhela el alma y el corazón, un amoroso encuentro en donde se puede ser y vivir. 

3. Humillación

Uno de los peores agravios que produce el maltratador es la humillación a través del desprecio, la descalificación, el insulto, la burla, el abandono y el desdén. Las acciones y actitudes devaluatorias, cuyo fin es dominar a la mujer, pueden producirse en público o en privado.

Resultados de este oprobio es el sentido de indignidad que fractura no solo el corazón sino también el alma y la mente porque entonces ellas se preguntan por su ser, su identidad y dignidad.

La dignidad es un regalo de Dios. El Salmo 8 afirma: “¿Qué son los simples mortales para que pienses en ellos, los seres humanos para que de ellos te ocupes? Sin embargo, los hiciste un poco menor que Dios y los coronaste de gloria y honor. ” (Salmo 8:4-5).

Somos constituidas así: personas con capacidades relacionales porque es frente a los otros, y en nuestro contexto cultural, que formamos nuestra identidad. Ésta no puede ser quitada pero sí modificada, y la violencia modifica el sentido de identidad: ¿Quién soy frente a y para este ser que me maltrata, me insulta, me desprecia y me agrede? Son preguntas constantes de las mujeres que están en esta situación de violencia.

El amor incondicional de Dios es el fundamento de la dignidad humana pero aunque tiene ese fundamento necesitamos que los otros, por decirlo así, nos regalen dignidad. De ahí que cuando se denuncia al abusador es él quien pasa a ser considerado «indigno»; es decir ha perdido el favor y reconocimiento de la sociedad debido a que realizó acciones que no se consideran propias de las personas.

Ante la humillación constante, las mujeres se incomodan y se duelen y reconocen que han sido tratadas de manera indigna.

Tienen conciencia de ser menospreciadas, devaluadas, maltratadas, reducidas a víctimas y de que se les está tratando de menguar su humanidad y debilitar sus fuerzas para, por lo menos, sobrevivir. Como Cristo, quieren gritar: «¡Dios mío, porque me has desamparado!» Y la respuesta de Dios es: «Quebrantado estoy por el quebranto de la hija de mi pueblo. . .» (Jeremías 8:21).

Las mujeres violentadas no están solas. La presencia de Jesucristo, por medio del Espíritu Santo, las acompaña. Y quién mejor que él para comprenderlas: él mismo fue objeto de oprobio (Mateo 27:29). Él en carne propia padeció la burla y la humillación.

Por eso teniendo la seguridad de que son comprendidas pueden, al pie de la cruz, vaciar el dolor de su corazón por la burla constante y las palabras descalificadoras que las hicieron dudar de sí mismas y de los demás. Pueden deshacerse del dolor de haber sido exhibidas al escarnio social. Pueden clamar de dolor al recordar la invasión de su intimidad, y pueden encontrar alivio, salud y paz.

Su identidad y dignidad son restituidas en la presencia de Dios y en la compañía de Cristo. Dios está presto a reiterarles, como al pueblo de Israel, su amor incondicional: «con amor eterno te he amado» (Jeremías 31:3). 

4. Desesperanza 

Este es el camino que recorren las mujeres en situación de violencia. Desesperanza porque su situación no cambia intenten lo que intenten, porque se sienten atrapadas y las estrategias de sobrevivencia se agotan, porque no encuentran respuestas a sus múltiples preguntas y porque creen que Dios no las escucha.

La esperanza puede surgir desde el sufrimiento, como le ocurrió a Ana la esposa estéril que era hostigada. Ella oraba por un hijo y derramaba su dolor en la presencia de Dios. Porque Dios escucha la aflicción y tiende su mano para rescatar a quien vive en opresión.

Porque la presencia y el aliento del Espíritu Santo motivan y activan la búsqueda de Dios y la realización de cambios aunque sea poco a poco. Entonces el horizonte de la esperanza se amplía.

Y llega a ser una esperanza como la de la mujer con flujo de sangre (Marcos 5:25-31) quien en medio de su dolor, menoscabo social y sentido de indignidad por su enfermedad, se decía a sí misma: «Si tocare tan solamente su manto, seré salva». Y con el corazón lleno de esperanza y fe acudió, en silencio y con miedo, al encuentro del Sanador Divino para con atrevimiento, tocar el manto de Jesús y encontrar la tan anhelada salud.

La esperanza de esta mujer le dio valor para sacar fuerzas de su cuerpo debilitado y para cambiar su vida. Pues la vida cambia cuando en medio del sin sentido de la violencia dejamos que la esperanza anide, crezca y produzca fruto.

La esperanza está fundamentada en la tumba vacía, que muestra que los poderes del mal no triunfan. Quien tiene la victoria es aquel que brinda a las mujeres violentadas la oportunidad de una vida en abundancia desde ahora.

¿Cómo ayudar a las víctimas a recuperar la esperanza?

Las víctimas buscan con la mirada puesta en la lejanía, una respuesta a su situación. Y más que eso, una forma de vida que sea más humana, una vida en la que puedan encontrar las condiciones suficientes que las dignifiquen, que las validen como personas y donde puedan reconocer y ejercitar las capacidades que las ayuden a salir de las condiciones de violencia en que viven.

Una sociedad y comunidad en la que puedan recuperar la esperanza, la confianza y las ganas de vivir y que valore la vida humana tanto como la valora Dios, quien dio a su Hijo en rescate también por nosotras las mujeres.

Cuando buscan ayuda, esperan encontrar orientación y consuelo en pastores o líderes espirituales. Desean hallar un sitio de reposo en el que se les ayude a encontrar respuesta a sus más profundas preguntas existenciales, porque sus sufrimientos emocionales las conducen incluso a examinar sus propias creencias.

Este acompañamiento ayuda a las mujeres a darse cuenta de su condición. A encontrar dentro de sí y en los recursos de su fe y de sus redes sociales, aquello que favorecerá su salida del pozo de la desesperación y de los valles de sombra y de muertes para reencontrarse consigo misma y con los demás.

Tratar dignamente a las mujeres sufrientes es otorgarles un tiempo sin prisas, prejuicios o autoritarismos. Es regalarles la oportunidad de ser y recuperar su persona a través de escuchar sus historias, con el compromiso de salvaguardar su integridad que es depositada en la narración (que muchas veces es contada una y otra vez) y ayudándolas a no sentir vergüenza por lo vivido.

El trato dignificante no inculpa ni mantiene en opresión a las mujeres agredidas a través de discursos legalistas, castigadores y de juicio, sino que respeta el proceso individual de recuperación, anima y respeta la toma de decisiones.

Les recuerda una y otra vez que la mano salvadora y sanadora de Cristo está ahí para tomar la suya y levantarlas cuantas veces sea necesario. El trato digno no cesa de hablar del amor incondicional de Dios, porque el amor echa fuera el temor.

Y con el amplio horizonte de la esperanza, las sobrevivientes de violencia encuentran que la Palabra de Dios es viva y da vida a la vez que sana y transforma el lamento en gozo.


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