La importancia de tomarle fotos a la luna

Foto por Armando Lomelí

Era tanta la magia que fue imposible reproducirla

Por Ernesto Lerch

El curso de lectura bíblica en lengua qom se animaba con entusiastas participaciones. Era un momento muy emocionante. La comunidad indígena qom en Pampa del Indio, Argentina, estaba leyendo su Biblia por primera vez en su idioma.

Una inmensa planicie nos posibilitaba ver esa línea que une el cielo con la tierra y un par de frondosos algarrobos habían resultado ser el mejor refugio para el calor de la tarde, que ya estaba anunciando su retirada. 

Me distraje por un momento mirando el horizonte y de repente, apareció. Inmensa, majestuosa y vestida de piel naranja. No pude resistirme y disimuladamente abandoné mi lugar, busqué mi cámara y tomé una foto. Luego otra, otra y otra más. Al no lograr un registro de aquello que estaba viendo, busqué el tripié para fijar la lente y me moví en silencio, procurando nuevas posiciones. 

Probé con otros enfoques, pero tampoco fue suficiente. Era tanta la magia que fue imposible reproducirla. Entonces, con la voz de fondo de los hermanos leyendo su nueva Biblia y mi falta de concentración ya no disimulada, un niño indígena me interrumpió: 

—Señor, ¿por qué le saca fotos a la luna?

—¡Mira qué bonita se ve! —le respondí—. Quiero guardar aquí en mi máquina una imagen de esta luna tan preciosa. ¿Tú sabes quién hizo esta luna? —agregué, condicionado por mi rol de maestro de niños que había desempeñado durante muchos años. 

Sin esperar su respuesta continué disertando: —Ahora ha quedado guardada la luna aquí en mi cámara. Luego podré volver a verla cuantas veces quiera.

—¡Ah!  —respondió.

Los ojos chispeantes y su amplia sonrisa parecían invitarme a continuar el diálogo, o más bien mi monólogo.

 —¿Sabías que Dios hizo todas las cosas que vemos? Dios nos ama mucho, Dios te ama.

—Sí... eso ya lo sé —me respondió—. Lo que quería decirle es que acá en Pampa, la luna sale todos los días, no necesitamos llevarla en una foto.

Tan lúcida declaración me conmovió. Recuerdo que reí nerviosamente y respondí murmurando algunas palabras atolondradas: —En la ciudad en donde yo vivo es igual. 

Me distancié un par de pasos procurando contener mi emoción y unas lágrimas rodaron por mis mejillas. Antes de guardar mi cámara, le pregunté al niño si me permitiría darle un abrazo de amigo y volví a la rueda con los lectores. 

En silencio tomé mi bloc de notas. En él plasmé una de las enseñanzas más importantes que me dejaron esos años y que me ayuda a poner las cosas en perspectiva: «La luna sale todos los días». 


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