El niño del pollino

Foto por Andrea Hernández

El camino hacia Jerusalén fuera tan breve

Por Karen Mayagoitia

En una pequeña aldea cerca de Betfagué y Betania, junto al Monte de los Olivos, vivía un pequeñito llamado Esteban. Él era el menor de seis hermanos. Su padre era carpintero y su madre estaba totalmente dedicada al hogar. En ocasiones especiales como la Pascua elaboraba panes sin levadura y los vendía en el mercado.

Cuando Esteban llegó a este mundo fue un día muy especial. Toda la familia lo esperaba con ansias y amor. Sin embargo el momento se llenó de una mezcla de sentimientos, pues si bien Esteban estaba vivo, tenía un defecto en sus piernitas… nació cojo. 

Esteban creció lleno de amor y alegría. Siempre sonriente, amable y entusiasta, su “cualidad especial” parecía pasar desapercibida, tanto para su familia como para todos los que lo conocían. Pero no para Esteban. Él anhelaba caminar bien. 

Un día escuchó de una persona con poder para hacer milagros. Le devolvía la vista a los ciegos, sanaba paralíticos y emparejaba las piernas de los cojos. Su nombre era Jesús.

―¡Jesús! ¡Jesús! ―repetía Esteban en su mente―, tengo que conocer a Jesús.

Faltaban cuatro días para que cumpliera ocho años y sólo quería dos cosas: Un pollino para montarlo e ir a buscar a Jesús y ser sano. 

El día de su cumpleaños por fin llegó. Esteban estaba que daba brincos de gusto, claro en su mente, pues sus piernitas no se lo permitían.

— ¿Hijito quieres ver tu regalo? —preguntó su papá.

―¡Sí! —exclamó Esteban muy emocionado agitando sus brazos y cabeza—. ¡Sí papito, sí quiero!

Su padre lo cargó y lo llevó fuera de la casa. Al mirar el obsequio sus ojitos se abrieron como dos grandes platos. Ahí estaba su deseado pollino, justo como lo había imaginado: lindo, joven, su pelo brillando bajo el sol. Esteban sería el primero en montarlo. 

De pronto dos hombres llegaron y empezaron a desatarlo. 

—¿Qué? ¡No! ¿Oigan quiénes son ustedes? ¡Esperen! ¿Por qué desatan a mi pollino?

Su papá y él se quedaron sorprendidos con la respuesta.

 ―El Señor lo necesita. 

Esteban supo que se referían a Jesús.

—Cla… claro… claro, llévenselo —contestó sin dudar. 

Luego añadió presuroso: —Esperen.

Desató de su cuello su pequeño manto, el que con tanto amor le había hecho su madre, lo puso sobre el pollino y dijo: ―Llévenselo. 

—¿Aún quieres conocer a Jesús? —le preguntó su papá.

Cabizbajo, Esteban respondió:

—¡Sí! ¿Pero cómo? La entrada a Jerusalén está muy lejos. 

Su padre sonrió y poniéndolo sobre su espalda, le aseguró:

— No te preocupes Esteban, yo te puedo cargar. 

Quizá fue la fe, la emoción, el amor, el entusiasmo o la mezcla de todo lo anterior que hizo que el camino hacia Jerusalén fuera tan breve que ni se sentían cansados. Llegaron justo a tiempo y se posicionaron en el camino. La gente tendía sus mantos y palmas por el camino y gozándose bendecían a Jesús a grandes voces por todas las maravillas que habían visto.

―¡Bendito el que viene en el Nombre del Señor! ¡Paz en el Cielo y Gloria en las Alturas

De pronto, Jesús pasó justo delante de ellos y los ojos del Maestro se cruzaron con los de Esteban. 

Jesús le sonrió y movió su cabeza como en señal de agradecimiento. Esteban estaba tan emocionado, que ni su papá ni él se percataron de que brincaba gozoso. Jesús había hecho el milagro: sus piernas estaban sanas.


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